A toda vela por la Costa del Azahar

Un velero en la Costa del Azahar

El casco antiguo de Peñíscola invadiendo el mar y coronado por el castillo-fortaleza del siglo XIV, refugio del Papa Benedicto XIII (Papa Luna), se levanta sobre un peñón que se eleva 64 metros por encima del nivel del mar de la Costa del Azahar.

Por su agradable geografía y su ventajosa orografía la ciudad a la que se trasladó en 1411 el Papa español, Don Pedro de Luna, fue cruce de caminos de culturas mediterráneas. El castillo templario que hoy orla el horizonte peñiscolano, entre gaviotas y envuelto en aromas cítricos, fue construido entre los años 1294 y 1307 sobre los restos de una alcazaba árabe.

Simulando boyas cardinales, dos arquetípicas playas del levante flanquean el púlpito desde el que Peñíscola parece hablar y/o escuchar al Mare Nostrum. La playa Norte, poblada de anacrónicos hoteles, restaurantes, bares y tiendas de souvenirs de gusto dudoso, se proyecta en dirección a Vinaroz, pasando por Benicarló. La playa Sur, más recogida y junto al Puerto Pesquero, adivina la costa que alcanza Oropesa del Mar, Benicasim y Moncófar, bañando el Parque Natural de la Sierra de Irta.

Desde los paseos que orillan las dos playas la mirada que apunta al horizonte no ve velas al azar, sino que distingue el foque, la mayor, la Génova y ese spi (spinnaker) que regala un puñado de nudos extras a los veleros cuando el viento viene de popa. En ese momento es cuando se entiende las palabras pronunciadas por el alcalde de la localidad en la entrega de premios de la IV Regata Mandarina´s Cup, “Peñíscola vive de cara al mar”.

De espaldas a los flotadores, camisetas de tirantes, riñoneras, sillas plegables, neveras portátiles y un sinfín de aparejos playeros, empujan los que parecen un proyecto de marineros la blanca y breve embarcación de vela ligera a las órdenes del informal capitán Axel.

Una vez a bordo la virginal tripulación aprende la lengua de los piratas, y se cruza los dedos para que Eolo esté de humor y de un soplido haga navegar el barco. Dispuestos en la popa y alrededor del timón que arriba u orza según el rumbo el bueno de Axel, uno empieza a calcular las millas que le separan de la costa y se pregunta porque babor es de color rojo y estribor verde.

Y así, a poco más de 4 nudos (su equivalencia es de 1 milla náutica por hora) la imagen de Peñíscola se congela en la retina de unos tripulantes que suspiran al pensar en las eternas travesías de Cristóbal Colón y otros marinos de la época que dependían de los vientos alisios para alcanzar un destino que ni ellos mismos sabían cuál era realmente.

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