Oporto y sus jardines secretos

Jardines del Palacio de Cristal de Oporto

Cuando quiere huir del barullo de la ciudad, el paseante se refugia en los parques. Entre árboles y plantas, el ruido urbano es sólo un rumor lejano. Lo comprobamos viajando a Oporto y visitando los Jardines del Palacio de Cristal, la Fundación Serralves y el Jardín Botánico.

La ciudad de Oporto, edificada en la escarpada margen norte del Duero, junto a la desembocadura, era en el siglo XIX una ciudad algo industrial, no mucho, todo a la lusitana medida. También fue aristocrática y burguesa, de la cual quedan restos y edificios singulares. Portugueses ilustres, ingleses y holandeses negociantes de vino, adornaron sus villas y palacetes con jardines de influencia más nórdica que la que observamos al sur de Coimbra.

En la descripción que hiciera de la ciudad Rebello da Costa en 1789 –el año de la Revolución francesa– figuran muchos jardines que ya cayeron bajo el hormigón y la ruina. Hubo un gusto especial por los parques, muchos de ellos colgantes. Los ricos eran bastante ilustrados en la época. Hoy ya ni el recuerdo de ellos existe. Pero aún hay mucho jardín secreto, resto de huertas, taludes verdes sobre el Duero.

La ciudad conserva rincones amables –si bien algo tristes–, unos magníficos puentes sobre el río, bellos edificios (algunos en ruina, ruinas bellas y evocadoras), panoramas y vistas, y algún jardín inesperado, oculto. Hoy, buenos arquitectos (como Alvaro Siza y Eduardo Souto de Moura), trabajan para recuperar esta hermosa ciudad. Su propia parálisis industrial y económica –sobre todo desde el 25 de abril– la salvó de la destrucción en los horribles sesenta y setenta del siglo pasado. Aun así, hay numerosas cicatrices, en forma de torres y edificios que rompen el perfil de la ciudad. Los suburbios, como en Lisboa, fueron entregados a la codicia de los especuladores. Ahí ya no hay casi nada que salvar, salvo bloques soviéticos. A veces, estos parques, atenazados entre bloques de un urbanismo basado en la codicia, nos parecen la metáfora del hombre sensible que vive entre lobos o tiburones. Pero no sigamos con la filosofía, sino con el paseo.

Parques de silencio y meditación

Cuando se quiere evitar el barullo de una ciudad, el paseante se refugia en los parques. Es salir de la ciudad siguiendo dentro. El silencio es necesario, aunque nuestras sociedades dejen cada vez menos espacio al silencio, al recogimiento. El rumor urbano es lejano, la paz de la meditación le invade y, si es sensible a los árboles y plantas –que son seres vivos–, encontrará reposo de sus preocupaciones. Los parques, creados como elemento para socializar, son hoy lugares de soledad.

Pasear por un viejo parque evoca tiempos y personas pasadas, los árboles más viejos aún son testigos vivos. Visite Oporto el viajero en silencio, escuchando, abierto a las sensaciones, a los sentimientos que le producen calles solitarias, edificios abandonados, empinadas y mojadas. Tendrá sentimientos melancólicos, pero también otros más misteriosos, como si volviera atrás en el tiempo. Guarde la cámara fotográfica por un momento, ese aparato que nos impide ver, deje las anotaciones, los datos, la visión positivista, y déjese llevar por los olores, los espacios inesperados, la oscuridad de un pasaje, el granito y el azulejo –los dos materiales que constituyen su arquitectura–, tan distintos, uno áspero, duro; otro suave, colorido y frágil.

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Comentarios

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