Stavanger, la desconocida de los fiordos

Eclipsada en gran medida por Bergen, Stavanger atesora sin embargo un casco viejo de casitas de madera que la vuelve irresistible. A su ambiente y su vida nocturna se suma además la naturaleza en mayúsculas de su región, presidida por el Lysefjord y la verticalidad de los riscos del Preikestolen, uno de los platos fuertes que nadie en su sano juicio se perdería por la Noruega de los fiordos.

Ser la capital noruega del petróleo podría ejercer como elemento disuasorio, y muy probablemente la cosa estaría justificada si Stavanger no se encontrase en un país tan civilizado e impoluto que hasta los rastros de esta industria contaminante por naturaleza no se dejan sentir más que en lo saneado de su economía.

La zona moderna de la ciudad le debe claramente su actividad al oro negro que se descubrió en los 70 en el Mar del Norte. Su primorosos barrios históricos, sin embargo, crecieron al calor de otro boom muy anterior, el de la salazón, conserva y exportación del arenque que propició desde finales del XVIII el florecimiento de este entonces pueblito de provincias. Su puerto es el motivo por el que decidirse a recalar por esta villa sureña desviándose de los grandes hitos de la Noruega de los fiordos o, por qué no, a comenzar a recorrerlos partiendo de ella.

A cada orilla de esta brecha de agua por la que hoy se adentran los cruceros que descargan a tantos de sus visitantes se desparraman los puntiagudos edificios que siglos atrás sirvieran como almacén o morada de los trabajadores de la industria pesquera.

El barrio viejo

Su margen occidental la adornan las callejuelas del barrio viejo o Gamle Stavanger, sobre cuyos adoquines se alzan nada menos que 173 caserones de madera y un blanco inmaculado a reventar de flores en cuanto vuelve el buen tiempo. A punto estuvo esta fotogéncia barriada de ser demolida tras la II Guerra Mundial. Sus vecinos, antes de que el petróleo volviera inmensamente rico al país, no veían cómo asumir la restauración que estaba pidiendo a gritos. Sólo el empeño del arquitecto Einer Heden la salvó de ser sustituida por bloques anodinos como los que definen la ciudad moderna que le guarda las espaldas.

A tiro de piedra de Gamle Stavanger, el otro brazo del puerto luce unos sesenta de los más de doscientos almacenes de conservas, sal y madera que llegaron a levantarse por el muelle de Skagen. Reciclados hoy en restaurantes y bares, su muchísimo ambiente se nutre sobre todo de la población de lo más cosmopolita que atrae la industria del crudo. Éste incluso tiene también por aquí su museo, en un edificio de vanguardia alzado sobre el agua que emula a una plataforma petrolífera y que abre sus puertas a los visitantes a pasos escasos de la Torre Valberg, desde cuyas alturas se alertaba antaño de los incendios, así como de imprescindible calle Øvre Holmegate.

Esta minúscula callejuela igualmente peatonal se convirtió en la esquina más fotografiada de la ciudad por obra y gracia del peluquero Tom Kjørsvik, quien se las buscó para hace unos pocos años convencer al ayuntamiento y al artista Craig Flanagan para pintar de colores diferentes cada una de sus casitas, ocupadas ahora por cafés y boutiques con personalidad.

Epicentro gastronómico

Salvo que se coincida con alguno de los festivales que a menudo se celebran en Stavanger –como los de jazz o el Gladmat Food de julio–, un par de días se bastan y se sobran para paladear sin urgencias el casco antiguo y exprimir la vida nocturna y los restaurantes con los que la ciudad presume de ser uno de los epicentros gastronómicos del país.

Si se aprovechan bien, incluso darán para hacerse una escapada a alguno de los bucólicos arenales de las playas de Jaeren, donde los días tan increíblemente largos del verano permiten darse un baño a medianoche todavía con luz.

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