Un Madrid para cada foodie

Tradicionalmente a la zaga del País Vasco o Cataluña, el Madrid gastronómico siempre se ha subestimado. Sin embargo, los últimos diez años han visto cómo sus establecimientos escalaban posiciones, amor y galardones. Y así, Madrid se ha convertido en una ciudad que, además de dar una solución para cada problema, ofrece no una, sino mil cocinas para los gastronómadas.

Dicen los gatos (que haberlos, haylos) que hay un Madrid para cada persona, pero no es verdad. Insisto: hay un Madrid para cada problema, por eso no hay un mejor lugar para encontrar soluciones que este atajo de tres millones de pirados entre el Manzanares y Alcobendas, que se dice pronto. Y quizás (también) hay un Madrid para gastronómada. 

Y es que aunque sea cierto (porque lo era) que la gastronomía del puerto de la España seca palidecía (quizás por su indefinición, su singular amalgama de otras cocinas, su desinterés por la haute cuisine) al lado de las más potentes restauraciones del País Vasco o Cataluña, los últimos diez años han visto cómo los establecimientos madrileños (desde las tascas hasta los estrellados pasando por esas barras que tanto amamos) escalaban posiciones, amor y galardones en los corazoncitos de todos los aficionados a la gastronomía. Es verdad que hay un Madrid castizo de huevos fritos, ajo y tocino. Vale, sí.

Pero en Madrid está DiverXO, en Madrid está la tortilla de La Ardosa y en Madrid está el ginfizz perfecto de Del Diego. Y como en tantas otras cosas, lo que antes era un ‘pero’ (la heterodoxia, el exceso, la fusión sin freno) hoy es el alma de una cocina maravillosa que no es una, sino mil cocinas. Una cocina para cada gastrónomo y cada madrileño.

Por ejemplo, éstos:

PARA EL TENDIDO SIETE DE LAS VENTAS

Cuidado. Que estamos hablando del público más exigente, castizo, riguroso y tocapelotas del reino. El silencio ensordecedor de Las Ventas una tarde axfisiante de mayo, el run run del Bernabéu; el abogado con bufete en Zurbano, zapatos con borlas y ese gesto un poco torcido ante los huevos benedictine del Embassy. Perdonando vidas. No lo ve claro.

Para ellos, Coque. El mejor asador de Madrid y (por qué no) de España. En Humanes los hermanos Sandoval (Mario, Rafael y Diego) recitan una gastronomía esencial a partir del recetario popular madrileño. De locura es el cochinillo asado en ese horno (que es un tesoro) construido hace más de 35 años, con una rueda de 2 metros de diámetro por el que pasa prácticamente todo el menú de Coque. Elegancia, compromiso, historia y rigor.

PARA EL PETER PAN DE JUAN BRAVO

Juan Bravo es la mejor calle del mundo. ¿Que por qué? Embajada italiana, el Milford (mi hogar), la madera de Le Pain y unas terrazas donde las más guapas de Madrid devoran claritas, cacahuetes y tardes tan tontas como imprescindibles (que esto no es Barcelona, narices).

Y a su vera -cómo no- ese espécimen tan madrileño y tan hostiable: el Peter Pan de treinta y largos con barba de tres días, zapatillas de El Ganso y el “no sé qué hacer con mi vida” pegado en la frente.

Pero yo no venía aquí a hablar de Juan Bravo sino de La Cabra, el nuevo proyecto gastronómico de Javier Aranda que es puro Madrid porque no es uno, sino mil restaurantes al tiempo. En La Cabra cabe un Ministro, un redactor de Traveler (presente) y también un pareja de treintañeros pidiendo otra ronda. Javier (antes en Piñera, Santceloni y premio al Cocinero Revelación 2012 en Madrid Fusión) la está liando muy parda en este multiespacio alucinante en pleno Chamberí: tapería con 20 vinos por copas, desayunos (sí, desayunos), gastro-biblioteca con wifi, una bodega para fusilar a fotos en Instagram y por supuesto una sala con mantel de lino donde se luce la propuesta gastronómica (una cocina esencial, donde el sabor se deja de experimentos) de este chaval que va a poner Madrid patas arriba. Al tiempo.

PARA EL HIPSTER

Malasaña, o sea, como dice el gran Rafael de Rojas: «barbas, barbitas y sobre todo barbotas; algún que otro bigote; cuellos abotonados hasta el gaznate; diners con hamburguesas a dos euros la hoja de lechuga; bares de viejos que parecen la salida del cole; flequillos extradimensionados; mercadillos de cosas; tiendas de camisetas con clicks; bicis descabalgadas y bares de neón con gin tonics como macedonias».

Y si hablamos de bicicletas (y si hablamos de hipsters tenemos que hablar de bicicletas) qué mejor ejemplo que el workplace llamado La Bicicleta. En plena plaza San Ildefonso (la de la niña) este epicentro de la gastronomía cuqui con mesas comunales, sofás del yayo y exposiciones de arte urbano se presenta ante el mundo con un brunch magnífico, capitaneado por los cafés con denominación de origen de El Magnífico y una carta de platillos entre lo veggie y lo ecológico.

PARA INVITAR A CENAR A IRINA SHAYK

Llegas a Ramses y pasan dos cosas. O mejor, tres cosas. La primera, la terraza frente a la puerta de Alcalá donde hierve todo Madrid, como una revisión castiza de Gatsby (champán, zapatos de suela roja, trajes a medida de Scalpers y dry martinis a media tarde) un hedonismo desatado en pleno Barrio Salamanca, frente a esos runners tristes que cabalgan bajo los 23.000 árboles del Retiro. O esa sensación tan de Madrid de que todo está sucediendo aquí, ahora.

La segunda, la cocina de mi compadre Ricard Camarena. Y es que desde que tomó las riendas de la dirección gastronómica del Bistró de Ramses no tengo dudas de que ésta es una de las mejores mesas de Madrid, tal cual. Ya lo he dicho hasta la extenuación, pero insisto: Camarena es uno de los cinco cocineros más dotados, personales y apasionantes de su generación. Y su cocina está aquí, sin fisuras: pastisset de boniato y foie, tataki de atún asado a la llama con cremoso de judías verdes o ese inolvidable café con leche quemada y nueces de macadamia. La tercera. David Lynch (¿He dicho ya que admiro desesperadamente a este pirado de Montana?).

Y es que precisamente obra de Lynch es la habitación Dom Perignon Room. Champán y David Lynch, que me encierren aquí.

LATINEANDO: LOS DE PROVINCIAS QUE VIVEN EN MADRID

La Latina. A ver cómo lo explico. Quien no ha latineado un domingo o es un sieso o miente o está estudiando para notarías (no sé qué es peor). Pero (siempre hay un pero) a pesar de la belleza tan peculiar -los tejados tristes, las tiendas de pájaros o el empedrado de la zona alta- de este barrio tan oriundo hay que plantar sobre la mesa un enorme “¡Qué pena!”. “¡Qué pena!” por el hacinamiento, las resacas y el ruido ensordecedor que inunda cada rincón de cada callejuela.

La Latina es ‘El Dorado’ de ese creativo de provincias que viene a comerse el mundo entre caña y caña en La Taberna Andaluza, de esa malagueña tan pizpireta apurando otro mojito en el Delic. Qué os voy a contar. Pero aquí hemos venido a comer.

Y si de comer se trata sólo podemos rendirnos ante la maravillosa tortilla de patatas del Juana la Loca: con la cebolla caramelizada, pelín pocha, con el huevo poco cuajado (como debe ser, maldita sea) y una capa exterior crujiente. Una tortilla a la altura de las grandes (Gabino, Sylkar o La Ardosa) en plena plaza de Puerta de Moros. Por Jesús Terrés.

Leído y más fotos en Condé Nast Traveler

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